Quisiera hacer mención aquí de un autorretrato de Rembrandt, que se conserva en la National Gallery de Londres y está datado en 1669. Es el último autorretrato. Lo descubrí por primera vez un día de invierno en Londres, en el que me encontraba al borde de la existencia. El cuadro me devolvió el valor necesario para enfrentarme de nuevo a la vida. Rembrandt padecía hidropesía, los ojos le lloraban y le fallaban con frecuencia. Pero, ¡cómo supo observar en el espejo el fin de su vda! En un caso así la objetividad intelectual de un artista plástico capaz de sacar el cociente final de una gran vida y plasmado en un cuadro, se transfiere al espectador. Esa capacidad de contemplar la propia descomposición, de verse a sí mismo como un ser vivo que se transforma en cadáver, como un ave desplumada en una na-turaleza muerta, va aún más lejos que El pavo desplumado del revolucionario Goya. Pues existe una diferencia entre ser uno mismo el sujeto del proceso o que lo sea otro. Un espíritu se extingue, y el pintor cuenta lo que ve.Pensemos otra vez en el cadáver del Salvador sobre el regazo de la Virgen vestida de azul de Tiziano; pansemos en la estatua de El Día de Miguel Ángel, que se endereza esperanzado y tensa los músculos paro no logra desprenderse de la piedra inerte. La única misión de las artes plásticas es representar lo humano.
Los autorretratos tardíos de Rembrandt -que infundieron valor a Kokoschka, Picasso o Giacometti, para afrontar la visión de su propia decrepitud-, las faces lívidas e ingrávidas de El Greco, los severos e hipnóticos ojos de los iconos bizantinos (el modelo de los cuales era la imagen frontal del rostro dolorido de Cristo, mágicamente impresa en el paño con el que Verónica le enjugó la cara cubierta de sangre, camino del calvario) y los tristes y sobrios retratos funerarios de El Fayum -cuyos rostros alargados, representados de frente, junto con los de los retratos de El Greco, influenciaron el arte de Giacometti-, símbolos del fin de la época clásica, cuyos ojos no eran las inexpresivas esferas de ágata o vidrio de colores incrustadas de la estatuaria antigua, sino que eran manchas áureas perfectamente silueteadas que devolvían la mirada a los espectadores: según las declaraciones o los dibujos de los propios artistas, éstas han sido las obras antiguas que sirvieron a los artistas modernos ancianos para interpretar el fin en sus últimos autorretratos.En estas imágenes, el artista se muestra en el límite entre dos mundos y la gravedad e intensidad de la mirada del cuadro revela que ésta se halla fija o perdida en el más allá o en su interioridad, desde donde nos mira y se abre a fin de que nos miremos en ella. Los autorretratos tardíos no nos hablan de la muerte, sino de la vida, una vida colmada, y no se refieren más a la muerte que a la vida, la cual ya engloba a la muerte en su seno. De algún modo, son paradójicas mostraciones de vitalidad y sabiduría. [...]
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