miércoles, 31 de octubre de 2007

AUTORRETRATO DE REMBRANDT (el último)



Quisiera hacer mención aquí de un autorretrato de Rembrandt, que se conserva en la National Gallery de Londres y está datado en 1669. Es el último autorretrato. Lo descubrí por primera vez un día de invierno en Londres, en el que me encontraba al borde de la existencia. El cuadro me devolvió el valor necesario para enfrentarme de nuevo a la vida. Rembrandt padecía hidropesía, los ojos le lloraban y le fallaban con frecuencia. Pero, ¡cómo supo observar en el espejo el fin de su vda! En un caso así la objetividad intelectual de un artista plástico capaz de sacar el cociente final de una gran vida y plasmado en un cuadro, se transfiere al espectador. Esa capacidad de contemplar la propia descomposición, de verse a sí mismo como un ser vivo que se transforma en cadáver, como un ave desplumada en una na-turaleza muerta, va aún más lejos que El pavo desplumado del revolucionario Goya. Pues existe una diferencia entre ser uno mismo el sujeto del proceso o que lo sea otro. Un espíritu se extingue, y el pintor cuenta lo que ve.Pensemos otra vez en el cadáver del Salvador sobre el regazo de la Virgen vestida de azul de Tiziano; pansemos en la estatua de El Día de Miguel Ángel, que se endereza esperanzado y tensa los músculos paro no logra desprenderse de la piedra inerte. La única misión de las artes plásticas es representar lo humano.


Los autorretratos tardíos de Rembrandt -que infundieron valor a Kokoschka, Picasso o Giacometti, para afrontar la visión de su propia decrepitud-, las faces lívidas e ingrávidas de El Greco, los severos e hipnóticos ojos de los iconos bizantinos (el modelo de los cuales era la imagen frontal del rostro dolorido de Cristo, mágicamente impresa en el paño con el que Verónica le enjugó la cara cubierta de sangre, camino del calvario) y los tristes y sobrios retratos funerarios de El Fayum -cuyos rostros alargados, representados de frente, junto con los de los retratos de El Greco, influenciaron el arte de Giacometti-, símbolos del fin de la época clásica, cuyos ojos no eran las inexpresivas esferas de ágata o vidrio de colores incrustadas de la estatuaria antigua, sino que eran manchas áureas perfectamente silueteadas que devolvían la mirada a los espectadores: según las declaraciones o los dibujos de los propios artistas, éstas han sido las obras antiguas que sirvieron a los artistas modernos ancianos para interpretar el fin en sus últimos autorretratos.En estas imágenes, el artista se muestra en el límite entre dos mundos y la gravedad e intensidad de la mirada del cuadro revela que ésta se halla fija o perdida en el más allá o en su interioridad, desde donde nos mira y se abre a fin de que nos miremos en ella. Los autorretratos tardíos no nos hablan de la muerte, sino de la vida, una vida colmada, y no se refieren más a la muerte que a la vida, la cual ya engloba a la muerte en su seno. De algún modo, son paradójicas mostraciones de vitalidad y sabiduría. [...]

FALSIFICACIÓN

BUONARROTTI, MIGUEL ÁNGEL - FALSIFICACIÓN -

Capturan a Miguel Angel*

Carlos Rehermann

Pues sí, Miguel Angel, sólo por ganarse el pan, falsificaba antigüedades. Resulta cómico que la restauración de sus frescos de la Capilla Sixtina haya provocado revuelo alrededor, justamente, del concepto de autenticidad


Pocos habrán dejado de notar que Miguel Angel Buonarrotti era un avispado falsificador. Tras hábiles interrogatorios, los investigadores lograron arrancar una confesión al malviviente. El individuo, con numerosos antecedentes, actuaba bajo las órdenes del poderoso traficante Lorenzo de Médicis, alias El Magnífico, quien resultó ser el autor ideológico de los fraudes. El amoral -reconocido pederasta- realizó una escultura que enterró en suelo ácido, dejándola permanecer allí durante varios meses, hasta que la pieza adquirió el aspecto de antigüedad carcomida por el tiempo.

Conocida esta incalificable aberración, algunos testigos se presentaron voluntariamente a declarar, sosteniendo que habían presenciado personalmente cómo el delincuente rompía los dientes de una estatua que él mismo había realizado, con la intención de hacerla pasar por una pieza antigua.

Pues sí, Miguel Angel, sólo por ganarse el pan, falsificaba antigüedades. Resulta cómico que la restauración de sus frescos de la Capilla Sixtina haya provocado revuelo alrededor, justamente, del concepto de autenticidad. La restauración consistió en la remoción de las películas de barniz que el artista o alguno de sus empleados aplicaron sobre los frescos una vez terminada la obra. Luego de sacar el barniz, las pinturas quedaron expuestas a los ojos del público con una luminosidad, un brillo cromático y un contraste deslumbrantes. Millones de turistas corrieron a las agencias de viajes a reservar asientos en los vuelos a Roma, ansiosos por ver lo que nadie, desde Miguel Angel, había visto.

Pero nunca falta un erudito que sólo busca acaparar la atención de la televisión: ya salieron algunos a decir que el barniz opacaba y amortiguaba porque el artista así lo quiso, y si bien el tiempo pasado desde entonces había aumentado ese oscurecimiento y esa amortiguación de los brillos y los contrastes, nadie estaría más satisfecho con ese efecto que el propio pintor.

El caso es que los pintores del Renacimiento querían pintar como los legendarios Apeles y Zeuxis, y no sólo eso, sino que aspiraban a que sus obras parecieran haber sido pintadas por aquellos griegos. Valoraban por sobre todas las cosas la antigüedad de las obras clásicas, y por ello idearon numerosos procedimientos para deteriorar artificialmente sus obras para que parecieran inmemoriales. Por ese motivo aceptó Miguel Angel enterrar su escultura para El Magnífico, o romper los dientes de otra. Por ese motivo Miguel Angel y otros pintores aplicaban gruesas capas de barniz sobre sus pinturas, sabedores de que los aceites empleados se oscurecerían con los años, delatando así la edad de sus obras, y en ocasiones adelantándose cronológicamente a ella.
Leonardo presenta, en su tratado sobre la pintura, algunas recetas para producir craqueluras artificiales, y enseña a preparar diversos tipos de barniz, con grados diferentes de opacidad y capacidad de filtración, según la edad que debería representar la obra tratada.

Así es que el temor por perder el aspecto original de los frescos de Miguel Angel produjo justamente el efecto temido: falseó la intención del autor. El artista quería que su obra se percibiera a través de la bruma del tiempo, que más que verse, se sospechara su maestría, que doliera el corazón de quien lo contemplaba, por causa de saber que ya no hay nadie capaz de hacer semejantes maravillas; y que, en el caso que lo hubiera, se trataría de maravillas nuevas, sin la enjundia que el tiempo le ha otorgado a las suyas.

* Publicado originalmente en Insomnia, Nº 61